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Nery Barrientos

Nery Barrientos Montes (Chile,1939), estudia, enseña e investiga en la Universidad Católica.  Comprometido con Allende y la Unidad Popular, funge como Secretario General de la Escuela Nacional de Adiestramiento (ENA), hasta 1973.  A partir de 1974  realiza un posgrado en Economía Política en  New York. Trabaja como profesor universitario y  como dirigente  del Free Chile Committee, organiza actividades de solidaridad y contra la violación de los derechos humanos de la dictadura. Funda el Pablo Neruda Cultural Center, participa en debates políticos en televisión y escribe en revistas académicas y  periódicos de USA. Colabora con el plan de gobierno del primer alcalde negro de Chicago, Harold Washington y como asesor del director del sistema de transportes de Chicago,  redacta y gestiona el primer Código de ética. Padre de dos hijas y abuelo de cinco, coautor del libro La ENA, experiencia chilena de participación (Chile y Francia)  y  de Verónika con K, un exitoso cuento para niños, Nery publica en la Revista Nacional de Cultura y  en dos antologías.  Hoy se dedica a escribir y forma parte de los talleres Poiesis y Noche de Letras.  Su vasta producción inédita incluye  relatos y poesía.  Se jubila en el 2005 y actualmente reside en Costa Rica. nerybarrientosm@gmail.com  / (506)83550293.

El Cutter y el capitán 

 

A Carlos Morales Jara y Luz Vargas Osorio,

con admiración y afecto.

 

Punta Arenas, entre el frío antártico, el viento huracanado y la nieve, tiene un olor  escondido  que todavía no distingo... pero que enamora. Quienes conocen esta tierra inhóspita nunca la abandonan.  Federico  Steagger, geólogo, ingeniero y gerente de la Cía Minera Cutter Cove es uno de ellos. Fuerte y entusiasta, “Perico” me cuenta sobre el campamento minero, ubicado en una pequeña isla al sur de la ciudad más austral de la tierra. Alli viven ciento veinte trabajadores, la mayoría jóvenes solteros, que provienen de Argentina, distintos lugares de Chile y otras islas. Hasta el lugar se viaja en el Cutter, una extraña embarcación de treinta metros, baja y hermética, que navega a ras de agua para aminorar la resistencia del vendaval de más de cien kilómetros por hora. Su potencia no admite   helicópteros ni avionetas y obliga a los árboles a crecer inclinados. En la cubierta solo veo un mástil con una escalera de cuerda,  la torre de control del capitán y una abertura por la que deben bajar los pasajeros a la bodega. En el tope cuelga  una bandera que más bien parece una camiseta deshilachada.  

- Carlos, lamento no poder asistir a tu clase sobre la participación de los trabajadores en la dirección de la empresa. Mirosevic me remplazará, él queda a cargo y estará esperándote. Mira, este viaje no es de lujo turístico, la navegación aquí es compleja, solo la Marina de guerra tiene todos los equipos para navegar mar afuera, este mar es muy travieso, en un par de minutos cambian los vientos, el sol se esconde y aparecen las murallas de agua enfrente del buque. Pero el capitán del Cutter  es tremendo, compensa eso con su increíble conocimiento de todos los canales y las corrientes. Eso es la gran seguridad.  Irás en su cabina.

 

- Me gustaría conocerle, pero también  compartir con los pasajeros.

 

- Dos problemas. El Capitán “Cotorra”es un buen hombre, muy diestro, pero es difícil sacarle palabra. Los pasajeros van en la bodega junto a los mineros, solo que estos toman trago y juegan cartas hasta el último minuto. Recuerda que regresan a la mina que es “zona seca”, y cuando el Cutter  se sacude, basta que uno vomite para que se inicie una olimpiada. Terrible, si consideras los problemas de ventilación.

 

-     Gracias por tu ayuda Federico, nos vemos mañana antes de la partida. 

 

Amanece un hermoso día en el Estrecho de Magallanes, la ventana de las “aureolas boreales”. La gente embarca cajas y bolsas de lona llenas con mercaderías y provisiones que encargan los vecinos de los caseríos donde hace escala  la embarcación.  En el muelle, Federico  me presenta al capitán. Los cargadores sujetan los fardos en la popa y en la proa. Cada bulto tiene un apellido y marcas  personales,  cintas o pañuelos coloridos, como los que usan sus dueñas para cubrirse  la cabeza. Las pocas mujeres de la barcaza regresan  de visitar familiares, hacer trámites y compras para abastecer sus pequeños negocios.  Los cerca de cincuenta pasajeros se sientan en banquetas rústicas pegadas a las paredes o en la del centro, espalda contra espalda, donde deberán permanecer  de seis a ocho horas. Como no hay servicio de cocina, cada cual se ocupa de lo necesario para comer y beber. 

En mi bolso, cargo una fotografía de Luz y mis hijos,  un libro de Aníbal Ponce, algo de ropa, un plátano, un sandwich y el material para la capacitación.  Recorro el barco antes de zarpar y  el olor a Diesel y falta de aseo me echan para atrás.  Siento  que debería denunciar las pésimas condiciones de la cabina de pasajeros, los baños y la cocina de la tripulación; pero como por ahora la situación no tiene remedio, me alegro de poder respirar aire fresco en la torre.  Dos pasajeros conversan en cubierta en una lengua que no logro identificar y pienso si serán  serbios o croatas.  Una mujer de mediana edad, sostiene su falda, se arrincona al lado del mástil y no parece tener la intención de bajar. Entro a la cabina de comando desde donde se observa el horizonte. El tablero tiene luces de colores, un espejo, palancas, botones y un gran lente larga-vista. Al lado del asiento del capitán, hierve una tetera. Los estibadores bajan a tierra y en la cubierta ya está todo listo para el zarpe. Suena la campana de atención y finalmente se anuncia la salida con una bocina de sonido profundo. Pbuuuuuuuuuuu….Pbuuuuuuuuuu….

El capitán mira hacia el malecón donde permanece la autoridad de puerto y apenas levanta su mano en  señal de saludo.  Poco después, el puerto se aleja y puede apreciarse la arquitectura de esta ciudad multicultural, hermosa y limpia. En ella conviven  indúes, chilenos, griegos, argentinos, europeos del norte y ex yugoeslavos. El día tiene dieciocho horas en el verano y a la inversa en el crepúsculo invernal.  

La  piel curtida por el aire y la sal hacen difícil calcular la edad del capitán, pero por su parsimonia está alto en los sesenta. Su barba blanca y corta, el tono cetrino y la solemne serenidad de su rostro, hacen que el azul de sus ojos se vuelva más intenso y penetrante. Me ignora. 

  • ¿Qué tal Capitán?, le saludo con un tono cortés. ¿Me acomodo por aquí?

Responde con una pequeña inclinación de  cabeza, mientras se ajusta el chaleco salvavidas sin apartar los ojos de la línea donde los azules del mar y el cielo se juntan.  Hasta ahora no se ha comunicado con ninguna autoridad de control naviero.  La radio permanece muda y, para mi sorpresa, las agujas de los relojes y medidores  en cero, envejecidas por el desuso.

  • Disculpe Capitán…

 

  • Huhum…

 

  • ¿Trabaja la radio?

 

  • No la necesitamos, ellos saben que salimos y nosotros sabemos dónde estamos.

 

  • Es mi primera aventura por estos mares y estoy muy entusiasmado con Cutter Cove… Soy Carlos Morales Jara, ingeniero químico de la Empresa Nacional de Minería (ENAMI) ¿Viajaremos por  mar abierto o por los canales?

 

  • …por ambos.

 

Desde la bodega se escuchan risotadas. Parece que los pasajeros juegan cartas y hacen explosivos alborotos en cada jugada.

  • Capitán, ¿conoce a Mirosevich en Cutter Cove?

  • ¿Al dirigente? Somos primos…

La primera parte de la travesía se hace mar afuera para ganar tiempo, por los canales el viaje es más lento pero más seguro. Una hora después, el cielo comienza a nublarse bruscamente y la iluminación  a bajar de voltaje. El viento sopla cada vez más fuerte y el agua lava la cubierta. La frecuencia y fuerza de los movimientos alertan a la tripulación. El cambio es tan rápido que la pasajera con aspecto de campesina rusa, resbala. Trato de ayudarla, pero el capitán me pone su índice en la cara. La tripulación la rescata.  El mar se engrifa violento y el Cutter parece  navegar por un camino empredrado. Observo al capitán y lo percibo tranquilo.  La expresión de su rostro es mi única seguridad.  El mar se crispa cada vez más. Un pasajero se asoma y vomita contagiando a otros.  El capitán no hace el menor intento de regresar ni de comunicarse con Punta Arenas y,  con voz firme pero sin alarma, ordena: ¡De espaldas a la pared!   El oleaje deja a su paso una estela de agua que limpia la cubierta.  

El barco salta y cae contundente y la oscuridad es cada vez más compacta. El timón gira y gira para sortear el agua enfurecida, subimos de medio lado. Los motores ametrallan la pared de agua y a medida que trepamos, las municiones se van agotando  ratatatataat…tatatat…tata..ta....ta……..ta… Los pasajeros patean la puerta de la bodega. Estamos todos tensos, se escuchan gritos desesperados desde abajo.  Cuando los motores se quedan sin municiones, todos empujamos corporalmente, hacemos gestos de apoyo y agregamos con los dientes apretados, otros ra-ta-tatas. Miro al capitán, parece que está en otra dimensión luchando con los demonios y, de vez en cuando, putea al timón cuando no le obedece. A medida que trepa, los motores ametrallan a borbotones. El capitán ya  conoce al monstruo, se han visto las caras muchas veces. Alza la vista y contrataca de medio lado para llegar a la cresta de la gigantesca ola. Para sorpresa nuestra, el agua que amenaza aplastarnos se desliza suave debajo del Cutter. Finalmente, después de intensos minutos llegamos a la cima. Y, contrariamente a lo que esperan nuestras mentes urbanas, no hay una superficie al otro lado sino una caída a un inmenso, profundo y negro boquerón. Nuestro Cutter es solo un pequeño juguete balanceándose en la cúspide de la ola para no caer al precipicio.  Al iniciar el descenso, las hélices pedalean desesperadas en el aire con un intermitente ratata…tata…ta.  Estamos encerrados.  El cielo nos envuelve en el negro hoyo y otra ola enorme nos entrampa y amenaza con caernos encima. El vaivén golpea unos cuerpos contra otros.  De repente, el barco cruje dramáticamente y nos aterroriza pensando que va a partirse en dos. Contenemos la respiración y casi escuchamos nuestros latidos.  Damos un vuelco y comenzamos a subir lento, con las máquinas a todo dar. Rrrrrrr, rrrrr, rrr, rr, r...  

El Cutter gime lastimero, como un animal herido.  Los motores rechinan, desafinan,  callan por momentos y renuevan sus chirridos agónicos. La embarcación traquetea y los pasajeros intentan salir a golpes e insultos por la escotilla, pero la tripulación se los impide.  El capitán logra enderezar el barco y, por un instante, suspiramos aliviados.  La hélice fuera del agua, desnuda,  bate el aire con aleteos estertóreos. Las voces enmudecen  sustituidas por sollozos, murmullos y oraciones. El barco, castigado por la tempestad, se queda sin fuerza propulsora por segundos. La hélice retoma contacto con el mar y el lanchón inicia un descenso lateral hacia el sumidero. Empapados, temblando de frío y miedo, nos aferramos a lo que podemos. Las agujas siguen petrificadas, la radio sin voz, los motores cansados. Las manos enormes giran el timón con movimientos certeros, pero el barco se inclina peligrosamente.  Los salvavidas no son suficientes si nos volcamos. La muerte en aguas antárticas llega rápido. Perdemos las coordenadas, mar y cielo se confunden y no sabemos si vamos hacia  delante o retrocedemos. No siento las extremidades y mi mente repasa los momentos importantes de mi vida como una exhalación. Me veo niño jugando con mi perra Churruca. Me sorprende la confianza y la fortaleza del capitán. Cada minuto se alarga. El tiempo se desordena. No sé cuantas horas llevamos en esta agonía. Quizás son solo pocos minutos, nunca lo sabremos. 

Poco a poco, con la misma brusquedad con que llega la tormenta empieza su amaine. Las murallas de agua pierden altura y las olas se dulcifican.  El ventolero se convierte en brisa, el colosal aguacero en rocío, los nubarrones oscuros se deslizan  para dejar pasar la luz. Respiro con alivio.  ¿Qué es esto? ¿Una broma? Los pasajeros y la tripulación comentan, mientras el enigmático y taciturno capitán de la barcaza  continúa dirigiendo el buque hacia su destino, mirando al frente, como si nada hubiera pasado. Poso mi mano en su hombro. Sin mirar, me da una suave palmadita.  Pongo  a hervir la tetera,  mientras el timón recibe su caricia.  

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