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Michelle Jiménez Miranda

Narradora

 

Nace en Guatemala y su familia viaja constantemente, eso le permite abrir su corazón y su mente a diferentes colores y emociones desde muy pequeña.  Se enamora de los libros desde que tiene memoria y asidua lectora la lleva a querer contar sus propias historias y vaciar sus emociones en poesías en edad adolescente.  Se formó para ser Pedagoga Lúdica y debido a su trabajo con niños de todas  partes del mundo a través de Unicef, está convencida que un cuento o una  poesía puede ser una hermosa herramienta para hacer catarsis, sanar el espíritu, enseñar, aprender y amar.  Hoy sigue construyendo historias a partir de vivencias y sueños propios y  ajenos que le prestan para colorear el alma. 

Palabras Aladas

 

Silencio era lo que más le gustaba al rey.  Y cada día parecía gustarle más. Cualquier ruido, decía, era cuchillo en sus oídos.

Por eso, muy joven aún, mando a construir altísimos muros alrededor del castillo. Y pronto, no satisfecho, ordenó que , por encima de los muros, por encima de las torres, tejados y los jardines pasase un inmenso domo de vidrio.

Ahora sí, ningún sonido entraba en el castillo. El mundo podía gritar allí afuera que dentro nada se oiría.  Y aún la tempestad se hizo muda, con relámpagos que brillaban en los espejos de las salas, sin que el resonar del trueno o el correr del viento perturbasen la serenidad de las sedas.

 

  -Oíd que preciosidad-decía el rey.

Y toda la corte se embelesaba oyendo el silencio.

 

Pero si los sonidos no podían entrar, tampoco podían salir.  Cualquier palabra dicha, cualquier estornudo, sollozo, canto se quedaba vagando prisionero del castillo, sin que de nada le sirviesen rendija de ventana o puerta abierta.  Pues si bien era posible escapar a las paredes, nada los liberaba del Domo.

 

Poco a poco, las palabras pasaron sin que nadie oyese sus pasos y se fueron acumulando por los rincones, las frases serpentearon en la superficie de los muebles, las interjecciones salpicaron las tapicerías y un maullido de gato arañó los corredores.

Y todo habría continuado así, hasta un día cuando en el exacto momento en que su majestad recibía a un embajador extranjero, se travesó en la sala del trono una frase desgarrada.  Frase de cocinero que, anteponiéndose a los elogios reales, mandó al embajador a desplumar, muy de prisa, una gallina.

 

Más que los oídos, la frase hirió el orgullo del rey.  Furioso, dio órdenes para que todos los sonidos fueran recogidos y encerrados para siempre en el más hondo calabozo.

 

Durante días, los cortesanos se empeñaron en aquel nuevo deporte que los llevaba a sacudir cortinas y a rastrear debajo de los muebles.  Una audición certera abatía exclamaciones en pleno vuelo, maniataba rimas, desalojaba cuchicheos.  La condesa llenó una canasta con un centenar de acentos.  Un marqués, de monóculo hizo montoncillo de monosílabos.  Y hasta hubo quien aseguro, haber sostenido entre los dedos el delicado "no" de una doncella. Al fin se divirtieron tanto y tan entusiasmados quedaron con la tarea, que acabaron por instituir la: "Temporada Anual de Caza de la Palabra"

 

De temporada en temporada, se vaciaba el castillo de sus sones y era llenado  el calabozo de coloquios.  A tal punto, que llegó el momento que allí no cabía ya, ni siquiera el casi silencio de una coma.  Y el mayordomo real se vió obligado a transferir secretamente parte de los sonidos a los aposentos olvidados de la primera planta.

 

Fue pues, por azar,  que el rey pasó frente a una de esas habitaciones.  Y oyó un murmullo, rasgo de coloquio.  Dispuesto a protestar, ya la mano se posaba en la perilla, cuando el calor de aquella voz lo detuvo.  E inclinado hasta la cerradura para oír mejor, captó la llama, las palabras con que un joven, de rodillas tal vez, expresa pasión a los pies de la amada.

 

El recuerdo de aquellas palabras pareció volverle desde muy lejos, ardiendo nuevamente en su pecho.  Y en cada una reconoció con sorpresa su propia voz, su joven pasión. Era suyo aquel diálogo de amor encerrado hacía tantos años.  Hilo de la larga madeja del pasado, venía ahora a envolverlo, religarlo a sí mismo, exigiéndole salir de los calabozos.

 

  -¡Que abran las ventanas!- gritó, conmovido.  Por primera vez gustándole su grito, él que siempre había hablado tan bajo.  Y abrió de par en par la ventana que tenía enfrente.

 

-¡Qué se abran las puertas!-

Corrió el grito de la sala al comedor real, de la escalera al jardín, muro arriba, hasta topar con la cúpula de vidrio, y volver, golpeando en el mentón majestuoso del  rey.

 

- ¡Que se derrumbe el Domo!- Lanzó entonces con todo el poder de sus pulmones. -¡Que se abatan los muros!

 

Y  esta vez el grito va por entre fragmentos de cristal, subiendo, planeando, pájaro-grito que en el silencio se aleja, trayendo detrás de sí, en revoloteo, frases, dictados, sonetos y epopeyas, discursos y recados y, a los lejos risas -una bandada de periquitos- Sonidos que volando llevan al mundo la vida del castillo y de un rey que aprende amar sus sentimientos en libertad.

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