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Laura Zúñiga

San José 1982. Licenciada en el área de enseñanza de la Literatura y Castellano. PosDiplomado en la Enseñanza Primaria. Actualmente estudia Filología en la Universidad Autónoma de Centroamérica. Pertenece a la Asociación Costarricense de Escritoras.  

Entre sus obras se pueden mencionar Mitófagos (microrrelatos). Editorial BBB Producciones. Una colaboración en la antología electrónica “Mil poemas por el pueblo Saharauis VII”. “Pura vida” cuento elegido para formar parte de la revista “Tiquicia en breve, 20 cuentos cortos”. Colaboración en la  antología electrónica “Palestina poemas” volúmenes V, VI Y XI. Poema “Nomenclatura” Antología Festival Internacional de Poesía, Grito de mujer. Poemario “Zapatos reciclados”. “La jubilación de las palabras” (cuento) en Palabras en la encrucijada, volumen 2. Es miembro activa del Grupo Literario Poiesis.

Mea culpa

       Así fue como agregó la madre, que apenas tomaba con la yema de sus dedos la edad dulce de los dieciséis:

            - No solo yo lo hice, culpen a su papá también.

De inmediato giraron la orden, lo aprehendieron. Durante el interrogatorio confesó:

             -No es mi culpa, tengo solo diecisiete.

Algunos vecinos fueron interrogados y delirantes, muchos respondieron:

             -La culpa no es mía, yo avisé a la policía.

   

       La niebla cubre parcialmente las montañas sobre los sembradíos de papas. La abuela de la pequeña de dos años,  viaja sola en el autobús hacia la morgue, mientras un pensamiento como cascabel la ataca: “Si ella no hubiera nacido, nada de esto hubiera pasado”.

Ilusionista

       Bill y Anne se acercan a un hombre que les brinda la dirección. Octavio, el joven samaritano, se las da con detalle de cronista. Les advierte además que cuiden la cartera, pues por la avenida asaltan como hienas. La mujer asustada hasta la médula, agarra el bolso con fuerza, mientras Bill la abraza para protegerla.

Octavio, desaparece igual a como llegó, sin avisar y repentino. Al cruzar la calle cuenta los dólares que lleva en la mano. Anne en medio de un mar de gente no entiende como desapareció su cartera, pues nunca la dejó por un momento.

 

Sexo oral

       El grito rompe las cuerdas del silencio esa noche. La cabeza del amante se deleita y resbala por la acuosa lejanía del esposo y la isla que comparten.

Esa noche también la cabeza no solo se desliza, sino que rueda por las piernas de la esposa-amante. Cortesía del esposo, cortesía del machete.

 

Patria: querida

       Sobre el suelo caliente del mediodía, se dan de golpes Arnoldo y Sebastián; la moto en el suelo, el carro ladeado. El largo efecto mirón se pasea junto a ellos. Atrás, dentro del auto, llora Sara. Observa a su padre sobre el piso y la banderita colgada en el retrovisor le recuerda lo que le enseñaron en la escuela y en su casa: “Vivan siempre el trabajo y… los que tienen un revolver…”. Entonces, abrió la guantera sin titubear.

 

 

El fuego del verbo robado

 

Convencí a mi espíritu

 de la verdad,

no quiero tan solo proclamarme

en pretérito,

ni supeditarme a un imperativo.

 

Mi cabello trovador de batallas

se deshace en panoramas

y un verbo falta,

el que vos, macho, te has robado.

 

Mi cuerpo de regocijos sembrado:

con telares, arañas y libertades negadas.

Una sonrisa despierta,

no en mis labios, sino en mi alma,

sentirme humana y verbalizar mi existencia,

con el verbo que fue robado.

MONÓLOGO DE LA LUNA

Por Laura Zúñiga H. 

 

¿Quién se oculta? ¿Quién solloza por la maleza del valle?

Federico García Lorca

 

La noche era una colmena de estrellas.  Ni una sola nube en el cielo, un día habitual de diciembre, luminoso y lleno de una alegría incomprensible. 

Carlos está sentado en la acera, cerca del cajero. Es normal en él, esperar a que alguien tire una chinga de cigarro y pueda terminarlo para calentarse. Hay un ventolero que hiela la sangre. Él se abriga con sus propios brazos, los mismos que antes eran fuertes y anchos, de los que quedan un par de varillas largas y delgadas, sin calor. 

Luna está junto a él, su compañera desde que cambió su domicilio a la calle de la gran ciudad de San José. Oculta entre las piernas de Carlos, los dos se calientan a la espera de que pasen los días de celebración.  De vez en cuando, la perra les ladra a los desconocidos que intentan aprovecharse del sueño de su amo, cuando luego de las grandes jornadas, parece caer inconsciente durante horas.

La noche tiene en el ambiente una especie de trasmutación. Carlos pasa con un malestar en el estómago. Recuerda que allá por la montaña vive su antigua novia, la que le dio dos hijos: un bebé de brazos y una niña de tres. 

- “Ya no se acuerdan de mí, hace tanto tiempo y menos con esta cara”- le decía a Luna. 

Lentamente sus recuerdos se vuelven vapores en los cristales del edificio del frente. Todo lo que dejó por caer en lo más bajo y no lo vale. 

. En la calle, las cosas eran difíciles. Las personas le pasaban de largo y se tapaban la nariz y, cuando eso ocurría, recordaba el perfume que compraba antes, cuando tenía dinero y lo despilfarraba en sus antojos. Ahora sobrevivía porque La Providencia así lo dictaba.  Solo que a veces, él no quería vivir. No así, sin sus hijos, sin su familia, sin comida caliente. 

Hombre y animal tenían hambre y la nostalgia no les llena la barriga. Piensa en qué buscar a esas horas, a cuál basurero podía acudir para sacar algo que le diera a los dos y celebrar un diciembre un poco feliz.

Caminan. Luna empieza a ladrar fuerte, se queda quieta mirando hacia la izquierda, Carlos mira en busca de lo que su compañera le advierte. Nada, solo el viento. Siguen andando. 

Alguien a la distancia llora, quizá un niño. Recuerda a su hija cuando se lastimaba al caer. Siguen su camino. Luna, en un par de ocasiones más, se detiene a ver atenta el espacio. Carlos sigue oyendo a lo lejos el llanto. La luna se asoma con su cara llana y plateada; la mira sorprendido y recuerda un poema de García Lorca ¡Cuánto le gustaba leer en aquel tiempo donde el mundo era suyo! 

-¡Luna, caminá, no te quedés atrás!- le dice Carlos. 

Al volverse, están frente a ellos los mismos hombres que distinguió la semana anterior. Los mismos que ya él esperaba, solo que no ese día. No cerca de Navidad.

Todo pasa rápido. Su amiga solloza muy lejana y por su pensamiento solo escucha:  

“La luna deja un cuchillo abandonado en el aire,…

¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada por paredes y cristales!

 

Ya no había nada qué hacer.  Carlos la deja entrar…sin dudarlo. 

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