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Carlos Manuel Campos Méndez

Ha publicado algunas obras literarias del género cuentos y biografías particulares de personajes populares.

Tiene experiencia con la redacción y escritura de trabajos de grado, académicos y universitarios.

Expuso lectura de sus trabajos en talleres literarios de la Universidad de Costa Rica y lugares circundantes de reunión de poetas y escritores.

Participa en el Taller Poiesis desde junio de 2018.

Nació el 28 de diciembre de 1954 en San Pedro de Montes de Oca, Costa Rica.

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Telaraña cósmica

 

Estrujo un papelito entre los dedos de mi destrucción

en el exultante vacío de tu universo,

no con la precisión de los relojes atómicos

sino bajo las tensas ondas de mi materia más oscura.

A velocidades sin peligro de escape,

nuestra existencia binaria gira en torno al sexo

como los planetas orbitan alrededor del sol.

Es una sincronía singular el origen de mi magnetismo:

simplemente tu cuerpo y mi cuerpo explotan

con cargas de magnitudes improbables de mesura

en la inquieta interacción de nuestros núcleos.

Como el gato atrapado en la paradoja cuántica,

alterno el júbilo y el miedo… y a veces caigo en pánico.

Temo el cambio de sabor en tus partículas fundamentales,

y cuando, dormidos, nos convirtamos en el centro de una galaxia,

suframos la dispersión consumidos por el hoyo negro de la holgura.

 

 

Salto de agua

 

Los sórdidos retumbos en la fontanería de la pasión  

anunciaron el progresivo deterioro de mis cimientos

como ateromas en las arterias de la cordura.

Mientras churuqueaba piedras sin valor

perdí el diamante en el sifón de un recinto en abandono

y horadé un monumento peor que la muerte

con el deseo contrariado de tu presencia.

Monólogo

 

Una boca de revólver escupió humo y fuego mortal desde la gruesa madera de una puerta entreabierta. El brazo curvado de un hombre manipuló con el pulgar el martillo percutor para soltar el segundo envío.

Jadeantes y cubiertos de polvo, inadvertidamente Pío y yo quedamos aislados tras una pared exterior de  argamasa, en un punto ciego para los gringos contra quienes combatíamos a un costado del parque.

En el intento por alcanzar a los estadounidenses con nuestras bayonetas para desalojarlos de su fortificación, estos resistieron nuestro empuje a punta de bala y cuchillo quedando una pila de cuerpos ensangrentados de ambos bandos en tierra de nadie.

Desde nuestra segura posición observé que se repetía con rítmica constancia el ataque con pistola desde la puerta entrecerrada.

Calculé el tiempo de carga entre las ráfagas de tiro enemigo y, tras intercambiar relampagueantes miradas con mi compañero, corrí y atiné el momento cuando asomó el poderoso revólver. Presioné mi cuerpo contra la puerta y clavé sólida la bayoneta en el brazo arriba de la muñeca; la mano crispada soltó el arma corta a mi alcance.

Era un lindo y reluciente revólver Colt Navy de seis balas con el tambor cargado al tope.

Retorné con Pío y miré hacia donde nuestros patriotas defendían con bravura sus trincheras, pero el rencor de batalla y una nube flotante de polvo y humo no permitía la comunicación en la distancia.

Me arrastré un palmo por el suelo para valorar nuestra situación. Una extendida pared de cal y canto sin ventanas ni aspilleras terminaba en la entradilla lateral de un patio localizado tras las fortificaciones enemigas.

Con gesticulaciones comuniqué a Pío que me lanzaría a explorar esa entradilla. Exageré las palabras con la boca,

-        … listo el fusil para que me cubra si quedo expuesto.

Asintió y afianzó amenazante el arma.

Dejé mi fusil preparado para disparar cerca de Pío y me deslicé boca abajo por un leve declive en la calle, revólver martillado en mano. En la pretina al costado también cargaba mi cuchillo de caza con su vaina de cuero sin abrochar. Lo había adquirido en Nueva York un par de años atrás.

Alcancé el objetivo y con cierta confianza caminé embrocado entre paredes de adobe hasta que la amplitud del patio se abrió a mi vista. Ubiqué un marco sin puerta tan solo bloqueado con mantas y barriles llenos de tapas de dulce.

Por un resquicio miré dentro algunos heridos acostados sobre el piso.

El grueso de la tropa coordinaba afanosa para sostener una importante cadencia de fuego: mientras un individuo disparaba por una improvisada tronera, otro oculto cargaba un segundo rifle en rotación. Muchos gringos estaban equipados con una y hasta dos cartucheras con pistolas de 5 y 6 tiros. La capacidad de fuego enemigo en estas cercanas distancias de lucha urbana me impresionó.

Descubrí una linternilla de ventilación arriba en la pared que pretendí utilizar como punto de observación y calcular la cantidad de enemigos cuando de repente un gringo alto y fornido, con sombrero de fieltro y camisa de franela apareció de la nada y musitó

-        What the fuck, greasers!

El pistolero procuró desenfundar pero no tuvo oportunidad. Mi disparo de breve trayectoria entró por la barbilla directo a la cabeza. La explosión se confundió entre el tupido ruido de fusilería que se intercambiaba en las calles afuera. Maquiné veloz la circunstancia en que me hallaba y bien concentrado registré las bolsas abultadas de la camisa de franela donde encontré dos tambores Colt cargados para el recambio. Por la posición y el peso del cuerpo sobre la cartuchera del revólver no podía hurgar nada más, pues allí corría gran peligro.

Volví urgido sobre mis pasos hasta donde esperaba atento Pío. Imaginé que no tardarían en detectar la baja infringida.

Además, las dos fuerzas enemigas hacían amagos y movimientos constantes de ataque que ponían nuestra sitio en precario. Muchos rifleros comenzaron a posicionarse en techos desde donde disparaban con ventaja. Le grité a Pío

-        Salgamos soplados por este lado.

Y señalé el punto esquinero más cercano para pasar detrás de líneas amigas.

Nuestros hombres sedientos peleaban con denuedo y urgían agua y alimento sin descuidar posiciones ni tareas. Pregunté y nos indicaron dónde encontrar la oficialía.

Hice el reporte de la información militar que obtuve esa mañana y concreté una solicitud

-        Sargento Mayor, con respeto, ¿podría conservar el revólver que obtuve en la descrita acción contra el enemigo?

-        Siempre y cuando haga tan buen uso del arma como hasta ahora. Repórtelo a la armería.

-        ¡Sí señor!

De repente se acercó por allí el Dr Hoffmann y dirigió sus pasos directo hacia Pío; sin más le tomó la cabeza con las dos manos y mostrando consideración la echó para atrás. No pude contener mi asombro y consiguiente reclamo

-        Pío, ¿por qué no me reportó ese toque?

No pudo ponerle voz a las palabras porque un proyectil que lo había rozado durante las acciones de esa mañana, cortó el cartílago de la tiroides. Pío era una persona valiente de pocas palabras, muy reservado.

-        Pucha, amigo, usted es callado, pero no tanto. Con razón solo yo hablé en toda la mañana…

Lo llevaron al hospital y ya a media tarde estaba a mi lado dando lata a los gringos otra vez. Solo medio susurraba, pero en nada afectó su bravura y sobresaliente efectividad con el Minié, y así cobró con creces el pedazo de cartílago.

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