top of page

Andrey Sequeira

Narrador y fundador

 

Andrey Sequeira es biólogo genetista. Trabaja en la Universidad de Costa Rica como investigador en el área de neurogenética, estudiando el funcionamiento cerebral asociado con la respuesta al estrés. Es miembro fundador del grupo Poiesis y desde el 2007 trabaja en la creación de cuento largo. En este momento cuenta con un libro de relatos inédito, el cual pronto será sometido para posible publicación.

 

 

La terminal (Fragmento)

 

Seis rostros inermes le daban al sitio un aire de lobreguez contrita, casi triste. No es que hubiera reparado en alguno en particular. Simplemente eran seis desconocidos y al verlos allí, cada cual en lo suyo, se percató de que aquello era lo que necesitaba: rodearse de extraños. Se sentó en la banca y se dejó llevar por los pensamientos que, desde hacía varias horas, movían los engranajes de su mente. Su cerebro trabajaba a todo vapor como si su maquinaria neuronal, intuyendo la magnitud de eventos presentes y futuros, se viera acelerada por algún tipo de súper combustible. No fue hasta diez minutos más tarde cuando, movida por un acto reflejo, oteó a su alrededor.

 

La terminal era poco más que un techo incrustado entre dos rancios edificios, sostenido por ocho columnas de metal dispuestas a modo de rectángulo. Dos tubos de hierro, colocados en paralelo, señalaban el lugar donde los usuarios debían formarse para abordar los autobuses. Junto a esta pésima imitación de andén había una banca de concreto, embutida en la pared del edificio contiguo. Aunque el servicio de transporte no era malo, el horario nocturno, después de las diez pe-eme, se espaciaba hasta el ridículo itinerario de un viaje por hora. Eran las once con quince, lo que significaba que debían esperar cuarenta y cinco largos minutos hasta la siguiente salida. Al fondo estaba la diminuta estación del despachador quien, con cara de hastío, se distraía haciendo garabatos en una hoja de papel. En la fila había tres personas, un hombre y dos mujeres. La ausencia total de movimiento les hacía parecer muñecos de arcilla, cada uno con la vista clavada en el suelo, esperando. Ella los auscultó por unos segundos y una cavilación se le presentó de súbito: aguardaban no solo por un medio de transporte, también esperaban una razón, un porqué suficiente para dar sentido a sus vidas. En la banca, a unos cinco metros, había un sujeto de pinta bastante sospechosa. Aunque, a decir verdad, lo que le infundía desconfianza era un único detalle: cierto fulgor morboso en la mirada, que deslizaba de arriba abajo por el cuerpo inmóvil de las dos mujeres. Finalmente, a un par de pasos a su derecha, también sentado, un hombre maduro, de unos cincuenta y cinco años, contemplaba el ambarino silencio que se había apoderado de la escena. Los observó uno por uno, con descarada presunción, y, de repente, estuvo segura de que eran una sarta de perdedores. “Malditos, ojalá se mueran” pensó, al tiempo que la amargura de su propia derrota le recorría las venas.

 

-La vida es una cosa pesada –dijo de pronto el cincuentón-. ¿No le ha pasado que, de un momento a otro, todo se pudre, y entonces hay que tomar medidas drásticas?

 

Estas palabras la tomaron desprevenida. Por un instante, creyó que habían escuchado su maldición. El viejo habló sin mirarla. Cualquiera diría que estaba dirigiéndose a una presencia invisible, a un contertulio que nada más él era capaz de ver. No había girado la cabeza, no la observó con el rabillo del ojo y, no obstante, estaba convencida de que le hablaba a ella. El muy insolente. ¿Acaso le estaba preguntando? ¿Tenía cara de estar interesada en entablar una conversación? ¡Por supuesto que no! Bastante tenía con lo suyo. Sus propias cargas eran lo suficientemente pesadas, como para no tener ganas de conocer las ajenas. Ni siquiera se rebajaría a contestarle.

 

-No, claro –siguió diciendo el viejo- usted quizás no puede entender lo que le digo, es demasiado joven.

 

“Lo entiendo” contestó dentro de su cabeza, “no lo dude”. A sus veintinueve años había llegado a conocer el sufrimiento como pocos. O al menos, eso era lo que ella creía. Justo ahora, estaba pasando por la peor etapa de toda su existencia, y había llegado a la repugnante conclusión de que no podía haber alguien más desdichado. Odiaba al mundo precisamente porque ese mundo hijo de puta se había ensañado contra ella, arrebatándole la felicidad, resquebrajando, en millones de pequeños pedazos, la jaula de cristal con la que había logrado dejar afuera todo lo desagradable. Sí, lo entendía a la perfección y no necesitaba lecciones al respecto.

 

-¿Sabe una cosa? –habló el hombre por tercera vez.

 

Quiso gritarle: “No, no sé nada, no me interesa saber nada, viejo fastidioso”, pero no lo hizo. Prefirió aguardar, si aquel impertinente no se callaba, se largaría a buscar un taxi. No estaba de ánimo para atender las chocheras de un extraño. “Hay gente que no sabe mantener las distancias”. Un comentario más y adiós.

 

-¿Sabe una cosa? –repitió él, sin hacer caso al elocuente mutismo de la mujer-. Yo sé lo que usted quiere hacer esta noche –por primera vez se volvió hacia ella y ofreciéndole una mirada cansina, sentenció-. Y no puedo permitírselo.

 

La mujer no logró contener el grito. Mientras hablaba, el sujeto había metido la mano en una mochila que tenía a sus pies, extrayendo un revólver. El terror le heló la sangre y pudo sentir los latidos del miedo palpitándole en las sienes. Y, aparte del miedo, otra cosa le hundió las uñas. La certidumbre de que el destino se burlaba de ella. Al tiempo que observaba la boquilla del cañón, percibía una pesadez en su bolso, agrandándose, haciéndose cada vez más insoportable. Comprendió que acababa de ser víctima de sus propias intenciones. Porque esta mujer también lleva una pistola escondida. Según sus planes esa noche, un poco más tarde, se convertiría en asesina. ¿Cuál es la probabilidad de que algo así ocurra? Una persona, movida por una serie de circunstancias decide quitarle la vida a alguien. Consigue un arma. Se prepara. Lucha consigo misma y a cada paso se arrepiente para, un segundo después, volver a estar segura. Se enrumba a hacer lo que debe hacer y, en el camino, se encuentra con un prójimo en la misma situación. O no, la misma no. Ella tiene un motivo, una justificación. Él no. De hecho, no se han visto jamás. Al parecer no importa, ella iba a asesinar y, ahora, porque la vida es una tómbola incierta, está a punto de que la maten.

bottom of page