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Anayensy Herrera

Narradora

 

Arqueóloga y aprendiz de escritora.

 

SIMPLEMENTE LOLA

 

 

Lola camina con elegancia. Su andar ligero le es natural. Desde pequeña mostraba esa gracia que ahora la caracteriza y llama la atención de quienes la ven pasar. Es delgada, demasiado según Nacho; pero ella no puede evitarlo; se esmera en comer, lo hace cada vez que despierta de una siesta. ¿Será su metabolismo o la lentitud con que mastica sus alimentos la clave de su esbeltez? Ella no parece estar preocupada por eso. Su amiga tampoco considera importante si Lola es más delgada que ella. Ambas se pavonean bajo el sol con la misma despreocupación, con similar alegría; aun cuando sus cuerpos diferentes, podrían despertar comentarios de espectadores ajenos. Esta es la vida de Lola y Milka: tumbadas bajo el sol, sobre sus costados o espaldas o entre las cobijas, preferiblemente bajo ellas, si nadie las descubre antes.

 

Una mañana nublada, fría y matizada con llovizna imparable, Lola decidió irse a dar una vuelta. Nadie la vio partir y en adelante, nadie la esperó llegar.

 

El camino estrecho sin uso por mucho tiempo, se desplegaba en dirección al río. Al borde, unas florecillas estaban dobladas por el exceso de agua sobre sus pétalos. “Imposible olerlas así”, se dijo Lola mientras avanzaba.

Aquella mañana la llovizna tampoco inhibió a una paloma gris a salir.  El ave se esmeraba en alcanzar las últimas frutillas de un moribundo Güitite. Lola la observó absorta. Le intrigó el afán que mostraba intentando alcanzar, entre las ramas desprovistas, las escasas y escondidas frutas.

 

Pronto perdió interés en la paloma porque un escalofrió le recorrió todo el cuerpo. “Mal día para salir a pasear” pensó, mientras imaginó a Milka acurrucada en su cama. Empero, la fuerza que la invitaba a viajar hoy, era en definitiva mayor que toda incomodidad; suficiente para  tolerar el frío y las piedritas puntiagudas que de vez en cuando le entorpecían el paso.

 

Desde la distancia, anclado sobre la rama de un roble seco, un zopilote extendía con esmero sus alas, seguro que el sol iba a brillar en cualquier momento. Miraba hacia las montañas por donde se solía asomar el astro, acomodándose una y otra vez, dando pequeños saltos al mismo tiempo. Levantaba un ala un poco más que la otra, giraba el cuello, bajaba la cabeza. Luego de un minuto desistió. Sus plumas mojadas estaban demasiado pesadas. En definitiva, el sol no saldría hoy. Se abrazó a si mismo antes de decidirse volar en dirección al árbol que unos metros más abajo, pululaba de camaradas.

 

Al alzar vuelo, el zopilote produjo con sus alas un fuerte ruido que asustó a Lola. El corazón le palpitó y le recordó que debía haber muchos animales en aquella vereda desprovista de gente. Su cabeza se llenó de imágenes de culebras, despistados cusucos y lagartijas enormes bien alimentadas de hojas verdes. Sus ojos entonces se abrieron grandísimos.

 

Por fin llegó al río. Apenas un chorrito de agua pasaba entre las piedras grises con líquenes secos y costras blancas de musgos antiguos. Buscó una piedra y sobre ella se aprestó a escuchar el susurro acuático. En segundos, un pesado sueño la invadió, apenas si pudo mantener sus párpados abiertos y sin capacidad de controlarlos, se le cerraron.

 

-Hermoso lugar, ¿no es así?

 

Aquella voz la sacó del sueño y la petrificó de terror. No pudo anticiparla. Frente a ella, un individuo destartalado la miraba y casi, podría decirse, la gozaba.

 

-Ah, hola…. Sí, muy hermoso, bueno, pero ya lo disfruté demasiado, mejor me voy…

 

-No, no, cómo se va a ir, linda, si estamos de acuerdo con que es un hermoso lugar y además tranquilo. ¿No cree que podemos conocernos un poco aprovechando este escenario?

 

-Que va, señor, acabo de acordarme que quedé en salir con una amiga y creo que se me hizo tarde.

 

Lola se encumbró y apresuró a caminar en dirección al trillo que la había llevado hasta ahí. Pero aquel individuo, decidido a conocerla, la siguió tan rápido como ella y nuevamente, sin que lograra preverlo, se le puso al frente, limitándola a continuar sola su rumbo.

 

-Sabe qué linda, yo creo que voy a acompañarla a su casa y de paso seguimos nuestra conversación.

 

-No va a ser necesario, señor, mi casa está ahí no más.

 

-Unos pasitos juntos y al llegar ya sabré su nombre y usted el mío.

 

Insistía él con el mismo fervor que ella mostraba en hacerlo desistir. Y aunque presurosa, casi corriendo, intentaba alcanzar pronto su destino, la gracia de su andar era tal, que el individuo al notarlo, sintió aún mayor motivación y apremio por perpetuar la marcha juntos.

 

Lola comenzó a inundarse de desesperación y aunque en efecto, su casa estaba ahí, aún le restaba la tarea de escalar el muro por donde salió despacio y sin prisa esta mañana.

 

Tan pronto tuvo el muro al frente, toda su capacidad y energía se dirigieron a idear un paso, por donde pudiera dejar atrás a aquel inesperado acompañante. Pero él, parecía anticipar sus estrategias porque caminaba al unísono y tan cerca, que le impedía avanzar lo suficiente.

 

Desde el otro lado del muro, la perrita pareció adivinar la persecución que azoraba a Lola y como buena guardiana, comenzó a ladrar alertando a quien fuera que ese era su territorio.

 

-Linda, parece que llegaste a casa. Me llamo Lorenzo y me gusta pasear por el río. Espero verte pronto. ¿Cuál es tu nombre?

 

-No tengo- Dijo a la vez que daba un salto impresionante para caer sobre la tapia cubierta con alambre de navaja.

 

Mía y Milka que miraban desde el patio, se paralizaron imaginando las heridas que le estaba produciendo el metal a la piel cubierta de pelo negro de Lola. Mas la gata, como buena gata que era y gracias a su esbeltez y ligereza, logró meterse entre las espirales sin quedar perforada por ellas, con la única consecuencia de un rayoncito leve en la pata delantera izquierda.

 

Lorenzo se maravilló al contemplar aquella hazaña y se dijo para sí que debía esforzarse en conocer más a la belleza grácil y oscura, cuyo pelaje brillaba con la lluvia. Mía siguió ladrando. Lola bajó lentamente y se lamió la patita, al mismo tiempo que Milka le vociferaba:

 

-Amiga, ¡qué bárbara! Ya te he dicho que no me pegués sustos.

 

-A veces, amiga, un buen susto es todo lo que se necesita para entrar en calor.

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