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Ana Tereza López Arrieta

Nacio en los años cincuenta… sin cuenta.  Estudio en la Escuela Peru,  el Colegio de Sión y se graduó de High School en Flintridge Sacred Heart Academy en Pasadena, California.  Continuó estudios de Generales y Bellas Artes, y Teatro en la Universidad de Costa Rica.  Ha vivido en San Francisco, California , en Nueva York, México DF y en Baja California Norte donde hizo estudios en Bellas Artes y Teatro.  Radica en Costa Rica desde el  2012 .

Ha participado en exposiciones colectivas en San Francisco, en Baja California y en San José,  Costa Rica.  Participa en el Grupo Literario Poiesis desde 2017 . Obtuvo el 3er premio en poesía en el 2019 en el certamen literario de AGECO. 

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LOS NIÑOS DE LA CALLE

 

A través de mis palabras

pon regalos celestiales en la tierna oquedad de sus manitas.

Recoge el suspiro de confianza profunda hacia la vida

que brota de sus labios entreabiertos

mientras descansan sobre el regazo de la noche húmeda,

acaricia con tus dedos milagrosos

el mechón desdibujado y libre sobre su frente suave,

donde anidan mariposas, lagartijas y delfines.

Bendice la savia inocente de su risa,

al despertar, protégelos del frío, del dolor del hambre,

del gesto duro del que no escucha a su propio niño.

Protégelos de la noche fría y de palabras como trenes

que atropellan sus mentes.

Déjalos descansar inocentes mientras sueñan

que los acompañan y protegen en sus aventuras

quizá algunos superhéroes,

sostenlos, Señor, con la fuerza de tu amor,

como las avecillas sustentadas por el viento,

hasta que en algún punto del camino

logren llegar a ti, a la verdadera riqueza de tu mano.

MI PRIMERA CASA

Cuando vi en lo que mi primera casa de la familia se había convertido, la que construyó mi papá  en los años cincuenta , en La Sabana, 200 varas al Este del antiguo aeropuerto: un restaurante chino llamado Experiencia Picante, quise entrar a echar un vistazo, probar la comida y rememorar momentos de mi niñez.   

Convencí a mi hija para que me acompañara.  Al entrar, me di cuenta de lo larga que era y lo amplio del patio.  Mas ya no estaba el árbol de aguacate.  Don Plinio, el vecino, lo mandó  a cortar apenas nos habíamos movido al otro lado de la ciudad. Tampoco estaban el tobogán y los columpios en los que tanto jugábamos mis hermanos y yo.  Era de esperar, me dije.

Todo lo del nuevo lugar se me hizo muy misterioso, incluso el menú tenia platos en chino, sin traducción a ningún otro idioma.

En el espacio donde se erguía orgullosa una radio grande y antigua, donde yo oía la radio novelas de Los Tres Villalobos y Renzo el Gitano, había una mesa simplona llena de platos y tenedores.

Me aventuré a entrar en el que fuera mi cuarto solo para encontrar un mar de mesas y sillas.  Me impactó esto, casi como la pesadilla recurrente que tenía a los seis años, de la luna acechándome y regañándome amenazadora por la ventana.

En esa casa, en  mis diez años, poco antes de que nos pasáramos, mi mamá me regaló la mejor fiesta que he tenido, con todas mis compañeras de 5º grado de la Escuela Perú.  Alquiló no sé de dónde una película del Pato Donald y sus sobrinos y regalamos unas bolsitas con lápices en forma de bastón y chocolates  y golosinas del Gallito.  Recibí muchos regalos, pero la película fue lo mejor, y lo que definitivamente me enamoró del séptimo arte.

Continúe investigando y me atreví a entornar la puerta del antiguo cuarto de la empleada.  Me sorprendió encontrar a un chino regordete durmiendo en una cama.  Salí rápido, le conté a mi hija y mejor nos sentamos en una mesa frente al lugar en la sala donde había una chimenea simulada que ya no estaba, lugar donde yo pasaba largos ratos jugando con las muñecas de cartón  que me había comprado mi papa un día cualquiera que pasé a su oficina la salida de la escuela.

Ojeamos el menú pero no se nos antojaba nada. ¡Y menos a esos precios! En eso apareció el chino que yo había despertado de sus dulces sueños y nos miraba con cara de pocos amigos.  Entonces le pedí al mesero le explicara porque estábamos ahí  y le diera las gracias por tenerla limpia y cuidada.  Que lo estaba.

Y me despedí de la casa, no sin un poco de dolor. Tal vez porque cuando nos pasamos, al otro lado de la ciudad, dejé atrás al primer ilusorio amor que había nacido entre un muchacho sencillo, pero muy lindo y yo. Era nuestro  vecino y su tío, (mis papas lo decían), había estado en la Peni, por mariguano…. Eso convertía a Randal, mi príncipe encantado, a quien le daba “cuerda” cada vez que coincidíamos, en persona non grata y, razón por la cual, después supe, nos habíamos pasado de barrio, al otro lado de la ciudad…

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