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Adriana Hidalgo

Poeta y narradora

 

Nació en San José, el 16 de marzo de 1968, hija de madre chilena y padre costarricense, quienes le incentivaron el interés por la literatura desde muy pequeña. Su madre la llevaba continuamente a visitar bibliotecas infantiles y ferias de libros donde siempre salía con algún ejemplar bajo el brazo, si bien su imaginación siempre fue estimulada por su padre y sus tíos, quienes la maravillaban con historias de luces misteriosas en las noches lluviosas de Ciudad Quesada.

Cursó su primaria y secundaria en el Liceo Franco-Costarricense; recuerda que sus cuadernos siempre estaban llenos de pensamientos, poemas e historias cortas. El interés por el francés la llevó a aprender otras lenguas, inglés e italiano. Cursó sus estudios superiores en la Universidad de Costa Rica, donde se graduó de Abogada. Allí participó en diferentes agrupaciones políticas que la llevaron a integrar el directorio político de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Costa Rica y de la Asociación de Estudiantes de Derecho.

Si bien durante sus estudios universitarios empezó a escribir sus primeros cuentos, fue gracias a la motivación recibida en un taller literario impartido por la poeta Julieta Dobles –quien la aceptó en calidad de oyente-, que empezó a integrarse a diversos grupos literarios y a hacer sus primeras publicaciones.

En el 2001, publicó en la Antología del Círculo de Escritores Costarricenses. Latido generacional 1990-2000, de la Editorial Guayacán. En el 2005, publicó su libro La mujer oscura del balcón, con la Editorial Uruk y actualmente preparar su segundo libro. Sus cuentos abordan temáticas cotidianas desde el ámbito más íntimo de sus personajes, que los convierten muchas veces en monólogos que reflejan la complejidad psicológica de estos. El uso de imágenes literarias es frecuente, algo que hace de su producción cuentística una cuidadosa prosa poética.

Integró el Taller Literario del poeta Laureano Albán, de 1992-1997. Posteriormente, de 1997-2004, se unió con varios poetas y cuentistas bajo el Grupo Literario Voz Abierta. Actualmente, es parte del Grupo Literario Poiesis.

Ha trabajado en diferentes organizaciones internacionales de derechos humanos y actualmente es consultora internacional en este mismo ámbito, así como en otros vinculados al desarrollo socio-laboral.

"Nobis peccatoribus"

Adriana Hidalgo Flores

del libro

"La mujer oscura del balcón"

Uruk editores, s.a 2005

 

Sentía deseos de arrancarme las orejas, tirarlas por la ventana y que se fueran tras la bullanga de la gloria, con tal que me dejaran en paz. Pero lo cierto es que ese dúo era solamente su víctima y yo también, por consecuencia. La responsabilidad, sin duda, la atribuyo ahora a esa canción impertinente. ¿Cómo deshacerme de ella, borrarla, no reconocerla, no escuchar sus arrogantes acordes? Pero no podía obviar esa música ni por un agitado minuto. Siempre allí, burlona y temprana, agazapada ofrenda divina.

 

No hice nada que la provocara. Como cada amanecer, me duchaba durante quince minutos y cuando el vapor no era más que un obstáculo para encontrarme conmigo, abría la ventana. Arrastrada por el aire, sin portar siquiera un disfraz, la  melodía se revelaba para bloquearme la felicidad y la salud mental de la mañana.

 

Al inicio no me preocupé tanto, sería la vecina, esa tan gorda y formada que me hace recordar a las mujeres de Botero. Señora de iglesias y de cantos, siempre se despierta con el Ave, le sube el volumen a la radio cuando toma el desayuno, deja la ventana abierta y así es como me llega el sonido. Eso imaginé para consolarme, lo asumí con tanta euforia que llegué a creerlo. Lo hice porque mi imaginación empezaba a ceder frente a la cordura acumulada durante años y no iba a permitirlo. No sé si se entiende, pero me llegó a asustar el hecho de que cada mañana, a la misma hora y por muchos meses, yo escuchara el ave maría sin encontrar explicaciones sobre su origen.

 

Pero luego vino el hostigamiento. Empezó a pisotear  mis talones hasta el momento de secarme el pelo, nunca antes había llegado hasta allí. Pronto me alcanzó hasta el desayunador, ave maría el vaso de leche, los panqueques, la tostada que se quema. Tiempo después osó cantarme hasta alcanzar el autobús, nobis peccatoribus el pasaje, el vuelto, el asiento libre de gratia y plena la señora que me empuja y me aplasta los dedos del pie izquierdo. El ave aprendió mi recorrido rutinario, no dejaba de susurrarme su canto hasta llegar al nunc et in hora escritorio de la oficina; más tarde hasta el benedictus excusado y por último al lugar donde solía almorzar. La canción callaba a intervalos, como si quisiera soplarme una esperanza, pero fue tan solo un engaño porque una tarde no me abandonó más. La melodía decidió circundarme las veinticuatro horas: dominus el amor, los problemas, tecum el desengaño, mulieribus la fiesta de anoche, ora pro nobis vamos al cine, in hora mortis el beso y la estrella fugaz y todo y todo...

 

Yo sin poder lanzarla por allí, es que no daba tregua.

Fue así como se enclaustraron mis sueños en las cuatro paredes invisibles de mi mente. Mis oídos se ahogaron en el miedo, la música del fructus ventris no tuvo piedad ni siquiera al verme cruzar las calles embebida en gritos sonámbulos. No sé cuántas veces la sorprendí en el baño husmeando mi territorio. Amanecía prendida de mi oreja izquierda y otras veces de la derecha. Entonces decidí visitar a los religiosos.

 

-Rece, rece mucho hija, antes de dormir, antes de entrar al baño, hágalo siempre. Eso ahuyenta la obsesión.

-¿Cómo pretende alejar esa voz? Considérese dichosa, ¡es un llamado!

-Usted no está con Dios, eso no es más que una advertencia.

-Escuche el Ave María tres veces diarias: en el desayuno, el almuerzo y antes de acostarse, memorícelo. Tome, aquí tengo la letra, practique bastante.

¿Este imbécil no entiende que lo canto hasta dormida?

-Ignórelo.

-Un exorcismo... no puede ser de Dios una obsesión tal.

 

¿Y qué hago yo mientras tanto con este zumbido que no calla ni en la sombra? ¿A dónde va mi vida si la rige una única canción indolente? Ya no sufro ni siento, no río ni puedo cantar locuras al borde de la luna, solo archivo memorias encantadas. Dominus tecum.

 

Intenté distraerme, escuchar otras canciones, leer novelas interminables, bañarme en el mar, inventar historias, pero el benedictus fructus ventris me tenía santiguada el alma. Entonces dejé de hacer, de ir, de creer. Ya nada más que la mater Dei era dueña de mi vida. Desgarrada por la inercia, una noche en apariencia interesante, desafié mi perpetua angustia con un acto que resultó ajeno. Junté las manos y canté por primera vez:

 

-"María ora pro nobis, in hora mortis nostrae". Se posaron entonces en mi mente, recuerdos de crucifijos regalados en primeras comuniones y novenarios, de madera, de plástico, estampitas de santos que colocaba mi madre bajo la almohada, los rosarios atados al respaldar de su cama, las estatuillas sacras que poblaban la casa, la oración de Santa Catalina que repartían las vecinas rezadoras cada domingo. Sentí náuseas tan fuertes que me provocaron vómito, como le ocurrió a Laurence, una de esas mujeres creadas por Beauvoir. Ella ignoraba-yo también- que en ese momento iniciaba la liberación.

 

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